Los y las docentes llevábamos ya bastantes años viviendo en una especie de caos educativo al que nos costaba ver salida cuando ha llegado esta situación extraordinaria que nos está tocando vivir para dejar al sistema sin traje, desnudo como el emperador, y con todas sus miserias al aire.
Roser Batle nos hacía ver ya en 2012 que el sistema social, político, educativo en el que se desarrollaba nuestra actividad docente había tocado fondo. Para entonces algunos de nosotros y nosotras habíamos descubierto que la calidad de la educación no residía en la memorización de los contenidos y que el objetivo de la educación tenía que ser formar personas competentes. Hoy también empezamos a darnos cuenta de algo que ella ya nos avanzaba entonces, que las habilidades y las competencias (digital y aprender a aprender, entre otras) no son suficientes para formar personas buenas que participen en una transformación social que en el momento actual se nos revela imprescindible. Porque, como afirma Batle, no deberíamos colocar el foco de la calidad educativa solo en la persona sino que el eje de la acción educativa también ha de contemplar la participación social. Tenemos que pasar del “dominio de lo individua a la convicción de lo colectivo”
Ocho años después de aquella charla la pandemia nos ha devuelto la imagen de una ética del cuidado que habíamos olvidado. Los seres humanos volvemos a descubrirnos vulnerables. Comprendemos con miedo que sin el cuidado la vida perece y añoramos los abrazos y el contacto que creíamos bienes seguros. Los docentes extrañamos el contacto físico con nuestro alumnado y somos más empáticos que nunca con aquellos niños y niñas, los más vulnerables, que por diversas razones han desaparecido de nuestras aulas virtuales. Y así, denunciamos en los medios que muchos de nuestros alumnos y alumnas no tienen los medios para trabajar en casa. Pero en este movimiento de lo individual hacia lo colectivo, no queremos renunciar a poner cara, nombre y apellidos a los casos individuales que nos preocupan y tratamos de atender la situación de emergencia de forma personal, siendo muy conscientes de que el poder está en un colectivo formado por seres muy diversos, con circunstancias muy concretas y necesidades particulares.
La empatía no es una utopía y ha entrado ya en el corazón del aprendizaje. Ahora solo tenemos que encontrar la forma de dar la vuelta, como un calcetín, a un sistema que ya daba signos de agotamiento y reinventar eso que se menciona tanto estos días: una “nueva normalidad” también educativa. Muchos y muchas docentes sabríamos por donde empezar, pero ¿nos harán caso?
Roser Batle nos hacía ver ya en 2012 que el sistema social, político, educativo en el que se desarrollaba nuestra actividad docente había tocado fondo. Para entonces algunos de nosotros y nosotras habíamos descubierto que la calidad de la educación no residía en la memorización de los contenidos y que el objetivo de la educación tenía que ser formar personas competentes. Hoy también empezamos a darnos cuenta de algo que ella ya nos avanzaba entonces, que las habilidades y las competencias (digital y aprender a aprender, entre otras) no son suficientes para formar personas buenas que participen en una transformación social que en el momento actual se nos revela imprescindible. Porque, como afirma Batle, no deberíamos colocar el foco de la calidad educativa solo en la persona sino que el eje de la acción educativa también ha de contemplar la participación social. Tenemos que pasar del “dominio de lo individua a la convicción de lo colectivo”
Ocho años después de aquella charla la pandemia nos ha devuelto la imagen de una ética del cuidado que habíamos olvidado. Los seres humanos volvemos a descubrirnos vulnerables. Comprendemos con miedo que sin el cuidado la vida perece y añoramos los abrazos y el contacto que creíamos bienes seguros. Los docentes extrañamos el contacto físico con nuestro alumnado y somos más empáticos que nunca con aquellos niños y niñas, los más vulnerables, que por diversas razones han desaparecido de nuestras aulas virtuales. Y así, denunciamos en los medios que muchos de nuestros alumnos y alumnas no tienen los medios para trabajar en casa. Pero en este movimiento de lo individual hacia lo colectivo, no queremos renunciar a poner cara, nombre y apellidos a los casos individuales que nos preocupan y tratamos de atender la situación de emergencia de forma personal, siendo muy conscientes de que el poder está en un colectivo formado por seres muy diversos, con circunstancias muy concretas y necesidades particulares.
La empatía no es una utopía y ha entrado ya en el corazón del aprendizaje. Ahora solo tenemos que encontrar la forma de dar la vuelta, como un calcetín, a un sistema que ya daba signos de agotamiento y reinventar eso que se menciona tanto estos días: una “nueva normalidad” también educativa. Muchos y muchas docentes sabríamos por donde empezar, pero ¿nos harán caso?
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